Me
creía, estúpido de mí, almadía oleosa
en las
órbitas aguadas del cielo,
un cielo
ya inconexo con la humanidad
donde se
cuelgan las nubes de un soplo vital
hasta
desfallecer por asfixia.
Ha
exornado hoy la luna con líquenes vespertinos
los
muros algo mohosos de mi cordura,
ha
desencalado mitades,
arrasado
con las flores,
dejado,
inocente de él, huérfano al pétalo retoño.
Quizá
por eso, hoy algo distante, redobla una campana,
pedante
metal otrora venerado,
pájaro
de mal agüero que agita esas ramas
precipitando
por el barranco a las gotas de rocío.
Presiento,
pues, que veréis imperfectos
los
latidos,
que, aún
rompiéndolos, volverán los espejos
a
mostrarse al borde del cielo
donde
tiene su casa el sol;
querremos
entonces todos, con caluroso desorden,
entrelazar
nuestras babas -en oquedades perennes-
para
anegar los cuerpos que el reloj
dejó
un día en papel satinado.
Si veis
que la lluvia galantea con el transido rostro
es que
pide permiso para ubicarse,
es como
si el enmarañado universo, del que cuelgan
impolutos
los planetas,
no
tuviese licencia para henchirlos de polvo.
Allende
de caer rayos
volarán
panza arriba apizarrados cuervos,
serán
sombra de la tierra y grieta de la nube,
por eso
resbalan por sus plumas lágrimas silbantes
que
sobre el mar no son más que aire
atornillado
a una ola.
Yo, al
pasar refulgente de una estrella,
imploro
una aspiración galopante:
que el
hado se despiste un solo minuto
para que
el hombre corrija toda una eternidad.
Raül Jurado Gallego ©, POEMA INÉDITO